Hemos visitado innumerables veces el poblado serrano de Cabure, emblemático ayer por ser centro de la guerrilla guevarista de la década de los 60, centro de resistencia y rebeldía desde la época colonial y espacio siempre lleno de encantos por su gente, firme e inteligente, capaz de convivir con leyendas y pensamientos míticos en la naturaleza habitual de la vida rural y del trabajo agrícola.
Muchos motivos nos arrastran a ir una y otra vez a Cabure. Ninguno, fuera de la amistad, tan potente como ir detrás de la urupagua, tanto del árbol misterioso que produce este fruto, “exótico” para el venezolano común, como de todo el entramado espiritual y erótico escondido detrás de un producto amargo y dulce a la vez.
La urupagua está rodeada de las criaturas misteriosas que pueblan la mentalidad del cabureño. Los enigmáticos ojos de agua están asociados a los duendes que conviven con los lugareños. Uno de éstos nos dice: “enano es Usted; nosotros somos duendes”. Este pensamiento patrimonial, que bordea el mito y la leyenda, se ha ido contaminando con las creencias judeo-cristianas impuestas por la iglesia católica, instrumento ideológico de dominio que el colonialismo europeo implantó en nuestro mestizo continente americano.
Se le adjudica el calificativo de salvaje al niño sin bautizar, por tanto, esta es la causa de su inclinación a ser envueltos por este “mundo encantado”. Así los niños salvajes , cuando van o visitan las fuentes de agua, quedan encantados, según el padre de Víctor, de la cabureña posada “El Duende”. Tampoco pueden llevar prendas consigo, porque los duendes se encargan de despojarlos de ellas o de robárselas.
Para ahuyentarlos, la gente se pone a hacer necesidades fisiológicas, y a los niños se les manda a comer cerca de los excusados.
Hábitat de duendes
Los duendes acechan en los nacimientos de agua viva, como los pozos. Descalzos, con sombreros enormes en sus cabezas, con colores amarillos que algunos asocian con el oro . . . resultan interlocutores permanentes del serrano que habita en un espacio compartido con absoluta naturalidad. No hay sentido teñido de magia ni mucho menos de creencias en seres sobrenaturales. Se convive con ellos como con los animales y plantas.
Alejados del “Ojo de Dios”, los duendes hablan el mismo lenguaje de los cabureños, el mismo que nos colocó en la oreja la tierra y la naturaleza en su conjunto.
Los urupagüeños.
Nanda elabora la comida criolla que nos fascina a los venezolanos. Elia lava la ropa, Urbano cultiva el conuco, Manolito marcha a lomo de los burros por los parajes serranos. Félix toca el cuatro y desgrana el maíz con que las manos cuecen la arepa cabureña, Lelo nos regala el gracejo inconfundible del serrano. Elia nos dice. . . “vengo de los urupaguales”.
Emprendo la marcha rumbo a los urupaguales. Salimos temprano, antes de la alborada. Tenemos que escalar la montaña, evadir riscos e hirientes espinas. También tener el cuidado de no tropezar con ninguna culebra, mapanare, arañas venenosas o alacranes henchidos de ponzoña. Me colocan en la mano una vara- el palo o báculo del peregrino, una vez más¡ – para ir pisando firme, investigando con su punta que se afinca en el suelo, muchas veces tapizado de hojas caídas de los árboles que nublan los rayos del sol. El palo se usa para tantear el terreno, en el que hay que evitar loshaitones, huecos verticales de 1 metro de diámetro, que se abren a nuestros pies con la tentación de los abismos mortales.
A los haitones no los asocian con accidentes, sino con peligros. Para los urupagüeños son parte de su hábitat, en el que se mueven con seguridad, no exenta del necesario cuidado. El grito se pierde en la profundidad de estos huecos insondables. El duende se llevó a la comadre Josefa y ahora tendrán que esperar 7 años. Llaman a su madrina de agua. Búsqueda infructuosa. Nos dicen,:”cosa de urupagüeño ¡que se lo achaquen al peligro¡”.
El palo se emplea realmente en la búsqueda de la urupagua, oculta en lo más intrincado de la montaña. La urupagua no se puede tumbar, porque si se tumba en las copas del árbol . . . cuando se elabore artesanalmente, ese fruto no entrará nunca en sazón. La cosecha, pues, hay que realizarla entre los urupaguales, donde se oculta luego de caer desde lo alto de las ramas. Hay que recogerla en la tierra.
El gusto con que se come se incrementa por el esfuerzo invertido en su búsqueda. Nunca la urupagua será amarga para quien sabe que el trabajo y el valor empleados en obtenerla tienen que ser recompensados en su degustación risueña.
La búsqueda entre los urupaguales se hace con el palo. Su acarreo, al regreso, en un canasto tejido con bejucos por las manos del urupagüeño. Encima de la cabeza llevan el canasto, con sus sueños y la esperanza de una buena cosecha. Nuevamente bordeando riscos y peligros de fatales caídas, a lo largo de senderos sinuosos y empinadas montañas.
La urupagua aligera la carga, hace olvidar el temor al peligro. Su canto desde el canasto le pone a vibrar el corazón al urupagüeño, rumbo a casa. Ahuyenta tigres, pone bríos a los pies, ritmo al cuerpo. Vamos bajando con el frescor del abril húmedo o el mayo de las flores. La fiesta de la urupagua es su cosecha.
La fiesta de la urupagua no ha terminado. El ánimo con que se subió al urupagual, la alegría de lo recogido y el regreso victorioso acompañan a la urupagua en el canasto, que, al llegar a casa, se coloca debajo del catre, en la humilde vivienda de la mujer urupagueña. El misterio nos sigue rondando, ¿ será que la urupagua es un duende?.
Espera en la noche, hasta la llegada de la segunda luna en menguante. Se prende el fogón de leña, se coloca encima la lata con agua. Observo sorprendido una atmósfera alegre que invade la casa de bahareque. La muchacha viste una falda floreada y trae la canasta con las urupaguas. Me susurran al oído: “No trae pantaletas”. Minutos después, las urupaguas bullen entre las aguas, danzan en medio del fuego y de las brasas que parecen guiñarnos el ojo. La muchacha, sin pantaletas, cruza por encima de la lata tres veces, primero en una dirección y luego en la otra, en sentido contrario.
Se cierra así un ciclo productivo que comenzó con la marcha hacia el urupagual, se continuó con la cosecha a punta de palo entre las piedras que rodean estos misteriosos árboles, el traslado en canasto colocado encima de la cabeza, la vigilia debajo del catre de la urupagüeña – la verdadera cosechadora del fruto-- y ahora con este rito de naturaleza abiertamente sexual que interpretamos así: la muchacha abre su sexo porque de lo contrario “la urupagua no abre”, es decir, no se ablanda ni adquiere el punto deseado por el caburense, que lo devora con el placer de otros frutos no menos apetecibles.
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